lunes, 27 de mayo de 2019

EMILIA PARDO BAZAN. - ✏️ Náufragas & Sobremesa. [Análisis]



Emilia Pardo Bazán

 

 

Náufragas & Sobremesa

Análisis literario


     A finales del siglo XIX, ante los grandes cambios económicos y sociales, Europa vio el surgimiento de la nueva mujer como un grupo social. En el pasado, la sociedad había menospreciado a las mujeres, y su impacto en la sociedad fue reprimido. La nueva mujer deseaba adquirir más derechos e independencia como sus homólogos masculinos, y escritores como Emilia Pardo Bazán ayudaron a las mujeres españolas a desarrollarse y tener una voz pública a través de sus historias.  "Náufragas" y "Sobremesa" pintan los problemas sociales y de género que enfrentaron las mujeres españolas en su lucha por la igualdad y explican los aspectos de la modernidad en ese momento.

    En el cuento "Sobremesa", la mujer condenada a cadena perpetua está sometida por el matrimonio y la pobreza, lo que la obligó a asesinar a sus hijos. La historia alude a la gran cantidad de crímenes de pasión que prevalecían en ese momento en los periódicos. En "Sobremesa", el sexo se utiliza simplemente como un medio de reproducción, y la mujer da a luz a cinco hijos. Además, no pueden alimentar a los niños junto con su esposo, quien recurre a beber y abandona a la familia. El hombre abandona la responsabilidad y la fuga, y la mujer queda solitaria para mantenerlos, pero no puede encontrar trabajo mientras está agobiada por la niña de once meses que no puede dejar atrás.

    En "Sobremesa", los personajes que toman café de las tazas de plata que son claramente la burguesía de la sociedad. Están representados como distantes y pretenciosos, a menudo comentando conceptos sofisticados en la conversación solo para presumir de su destreza intelectual. El profesor comienza con la teoría de Malthus, que no se relaciona con lo que pretende decir. El ministro, por otro lado, trata de jactarse de sus ambiciones políticas. Todos están interesados en el drama de la mujer encarcelada y no les importa lo más mínimo las circunstancias que la llevaron a realizar un acto tan atroz. La familia pobre es descrita como irrazonable por comprar figuras en lugar de ahorrar su dinero. El profesor etiqueta a la familia como una vergüenza para las naciones latinas.

    "Náufragas" es una historia de tres mujeres cuyo viaje desde el pueblo a la ciudad se ve interrumpido cuando se encuentran con obstáculos establecidos por hombres en la sociedad patriarcal. La ciudad se percibe como un hermoso lugar lleno de glamour, pero las mujeres viven en la miserable desgracia de la inanición y nunca experimentan la riqueza que ven a su alrededor. Las mujeres provenientes del pueblo rural soñaban con la modernidad y siempre asumieron que la ciudad representaba una oportunidad de progreso, mejores condiciones de trabajo e igualdad de derechos para hombres y mujeres. Las mujeres son vistas como ingenuas, y sus sueños se desvanecen cuando se dan cuenta de que estas ventajas están segregadas a lo largo de las diferencias de género, económicas y sociales. Terminan siendo espectadores de estas oportunidades de empleos, commodities y productos.

    Para el lector, las mujeres se convierten en víctimas de la desigualdad de la vida en la gran ciudad. También están expuestos al egoísmo por las personas a su alrededor, donde nadie conocía a nadie más. Al ser mujeres sin educación y sin figura masculina que las apoye, no pueden resistir el sistema, y el éxito es un sueño inalcanzable que habían esperado. El lector también descubre que el acceso a la educación formal en ese momento se les negó a las mujeres y que tuvieron que lidiar con empleos informales. Si las mujeres hubieran recibido una educación, tendrían más probabilidades de conseguir un trabajo en Madrid y mantenerse a sí mismas.

    En conclusión, el objetivo de Emilia Pardo Bazán con estos textos es resaltar la difícil situación de las mujeres españolas a fines del siglo XIX. La educación y las oportunidades de trabajo en ese momento estaban sesgadas hacia los hombres. Las desigualdades de género y sociales en los textos son estimulantes y son una representación dolorosamente precisa de la realidad para las mujeres.


Nueva York, 28 de mayo de 2019
✏️ SANDRA SALGADO MENDOZA





Sobremesa

Emilia Pardo Bazán

Cuento


El café, servido en las tacillas de plata, exhalaba tónicos efluvios; los criados, después de servirlo, se habían retirado discretamente; el marqués encendió un habano, se puso chartreuse y preguntó a boca de jarro al catedrático de Economía política, ocupado en aumentar la dosis de azúcar de su taza:
-¿Qué opina usted de la famosa teoría de Malthus?
Alzó el catedrático la cabeza, y en tono reposado y majestuoso, moviendo con la sobredorada cucharilla los terrones impregnados ya, dijo con expresivo fruncimiento de labios y pronunciando medianamente la frase inglesa:
-Moral restraint… ¡Desastroso, funesto para la vida de las naciones! Error viejo, ya desacreditado… Pregúntele usted al señor Samaniego de Quirós, que tan dignamente representa a la república de Nueva Sevilla, si está conforme con Malthus y su escuela.
-Distingo -contestó el ministro americano, deteniendo la taza de café a la altura de la boca, por cortesía de responder sin tardanza-. Soy partidario en Europa y enemigo en América. Nosotros poseemos una extensión enorme de tierra fertilísima, y hemos cubierto el territorio de ferrocarriles y salpicado el litoral de magníficos puertos; ahora sólo nos faltan brazos que beneficien esa riqueza, y nos convendría que el tecolote, o lechuza sagrada, que en nuestra mitología indiana estaba encargada de derramar los gérmenes humanos sobre el planeta, nos sembrase un hombre detrás de cada mata, para convertir en Paraíso terrenal cultivado lo que ya es paraíso, pero inculto.
-No les hacía a ustedes la pregunta sin intríngulis -advirtió el marqués-. Quería saber su opinión para formar la mía respecto a una mujer que fue condenada a cadena perpetua y que yo no he llegado a convencerme de si era la mayor criminal o la más desdichada criatura del mundo.
-Pues ¿qué hizo esa mujer? -preguntaron a la vez y con el interés que siempre despierta el anuncio de un drama todos los convidados del marqués, apiñándose alrededor de la mesilla cargada con el cincelado servicio de café y las botellas de licores color topacio.
-Lo habrán ustedes leído quizá en los periódicos; pero esas noticias telegráficas, en estilo cortado, se olvidan al día siguiente, a no ser que, como a mí, produzcan impresión tan profunda que luego se quiera averiguar detalles y que, averiguados, quede fija en el alma la terrible historia en forma de problema, de remordimiento y de duda. La van ustedes a oír…, y si la sabían ya, me lo dicen, y también lo que piensan de ella, a ver si me ilumina su ilustrado parecer.
En uno de los barrios más destartalados y miserables de este Madrid, donde se cobija tanta miseria, ocupó un mal zaquizamí una pareja de pobretes; él, obrero gasista; ella, hija del arroyo. El marido trabajó algún tiempo… regular; en fin, que comían casi siempre o poco menos. Vinieron los chiquillos, más espesos que las hogazas; hizo falta trabajar firme, pero el hombre flojeó, mientras la mujer se agotaba lactando. La historia eterna, reproducida a cientos de miles de ejemplares: un poco de fatiga y desaliento trae la holganza; la holganza llama por la bebida; la bebida, por el hambre; el hambre, por las quimeras; de las quimeras se engendran la riña y la separación. El obrero, una noche abandonó el tugurio, soltando blasfemias y maldiciendo de su estrella condenada, porque, según él, quien se casa es un bruto; quien tiene hijos, dos brutos, y quien los mantiene, tres brutos y medio, y jurando que cuando él volviese a aportar por semejante leonera habría criado pelos la rana.
Allí se quedó sola la mujer, con los cinco vástagos, la mayor de diez años, de once meses el menor. Buscó labor, pero no la encontró, porque no podía apartarse de los niños y, en especial, del que criaba, ni se improvisan de la noche a la mañana casas donde admitan a una asistenta o una lavandera desconocida, famélica, hecha un andrajo, con un marido borrachín y de malas pulgas. El único trabajo que le salió, como ella decía, fue recoger huesos, trapos y estiércol en las carreteras; gracias a este arbitrio se ganaba un día con otro sus tres o cuatro perros grandes.
Vino un invierno lluvioso y muy crudo, y el recurso faltó, porque la lluvia es la enemiga del trapero; le hace papilla la mercancía. Transcurrió una semana, y en ella empezaron a debilitarse de necesidad los niños. La madre andaba escasa de leche; el crío lloraba la noche entera, tirando del pecho flojo. El panadero, a quien se le debían ya dieciséis pesetas, se cerró a la banda, negándose a fiar. La Sociedad de San Vicente dio unos bonos, y comidos los bonos, el hambre y el desabrigo volvieron. La mujer salió de su casa una tarde -víspera, por cierto, de Reyes- y vendió su única joya, una chivita blanca, muy hermosa, por la cual sacó algunos reales. Fuese a la plaza Mayor, compró unos Reyes Magos, preciosos, a caballo, con su estrella y su portalillo; además atestó los bolsillos de piñonate y se echó una botella de vino bajo el brazo. Llevó pan, garbanzos, tocino; llegó a su casa; puso el puchero, y los niños, locos de alegría, después de jugar mucho con los Santos Reyes, comieron olla y golosinas, y se acostaron atiborrados, y se durmieron al punto. La madre también comió y bebió vino a placer. Con el alimento y el arganda sintió que subía la leche a su seno: se desabrochó y dio un solemne hartazgo al pequeñillo. Así que le vio tan lleno que cerraba los ojos, le metió de firme el pulgar por el cuello, asfixiándole.
Se llegó luego al mal jergón donde juntos dormían la niña de tres años, el niño de seis y el de nueve. A la de tres le apretó el graznate hasta dejarla en el sitio. Al de seis, igual. Pero el mayorcito se despertó, y sintiendo las manos de su madre en el pescuezo, se defendió como un fierecilla. Mordía, saltaba, pateaba, no quería morir; la madre consiguió batirle la cabeza contra la pared y así aturdido, ahogarle.
Volvióse entonces y vio a la niña mayor, de diez años, incorporada en su jergón, con los ojos dilatados de horror y las manos cruzadas, chillando, pidiendo misericordia. Tenía aún sobre la almohada las figuritas de los Santos Reyes. «Paloma -dijo la madre, acercándose-, tu padre se ha largado, a tus hermanitos los he despachado, y yo llevaré el mismo camino en seguida, porque no puedo más con la carga. ¿Te quieres tú quedar sola en este amargo mundo?»
Y la chiquilla, convencida, alargó el pescuezo y se dejó estrangular sin defenderse; como que, muerta, tenía una expresión dulce y casi feliz.
Cubrió la madre a las cinco criaturas con unos trapos y las mantas, encendió el anafre, cerró las ventanas, se tendió en la cama y esperó.
Los vecinos habían oído gritar al chico y a la niña. Percibieron tufo de carbón, recelaron y rompieron la puerta. La madre se salvó de morir; la llevaron a la cárcel entre una multitud que la amenazaba y maldecía; la juzgaron, y en la duda de si era fingido o no era fingido el suicidio, ni se atrevieron a enviarla al palo ni a absolverla. Lo que hicieron fue sentenciarla a cadena perpetua.
Al pronto, nadie comentó la historia del marqués, tan impropia de un amo de casa que obsequia a sus amigos. Por fin, el catedrático de Economía murmuró sentenciosamente:
-No veo clara la conducta de esa mujer. ¿Por qué no ahorró los dineros producto de la venta de la cabra, en vez de malgastarlos en figuritas de Reyes y estrellas de talco? Con esos cuartos vivían una semana lo menos. El pobre es imprevisor. ¡Ah, si pudiésemos infundirle la virtud del ahorro! ¡Qué elemento de prosperidad para las naciones latinas!
-Y usted -preguntó el marqués, sonriendo-, ¿enviaría a esa mujer a presidio?
-¡Qué remedio! -exclamó el interrogado, presentando las suelas de las botas al calorcillo de la chimenea.
"El Liberal", 16 de enero de 1893




Náufragas

Emilia Pardo Bazán

Cuento


Era la hora en que las grandes capitales adquieren misteriosa belleza. La jornada del trabajo y de la actividad ha concluido; los transeúntes van despacio por las calles, que el riego de la tarde ha refrescado y ya no encharca. Las luces abren sus ojos claros, pero no es aún de noche; el fresa con tonos amatista del crepúsculo envuelve en neblina sonrosada, transparente y ardorosa las perspectivas monumentales, el final de las grandes vías que el arbolado guarnece de guirnaldas verdes, pálidas al anochecer. La fragancia de las acacias en flor se derrama, sugiriendo ensueños de languidez, de ilusión deliciosa. Oprime, un poco el corazón, pero lo exalta. Los coches cruzan más raudos, porque los caballos agradecen el frescor de la puesta del sol. Las mujeres que los ocupan parecen más guapas, reclinadas, tranquilas, esfumadas las facciones por la penumbra o realzadas al entrar en el círculo de claridad de un farol, de una tienda elegante.
Las floristas pasan… Ofrecen su mercancía, y dan gratuitamente lo mejor de ella, el perfume, el color, el regalo de los sentidos.
Ante la tentación floreal, las mujeres hacen un movimiento elocuente de codicia, y si son tan pobres que no pueden contentar el capricho, de pena…
Y esto sucedió a las náufragas, perdidas en el mar madrileño, anegadas casi, con la vista alzada al cielo, con la sensación de caer al abismo… Madre e hija llevaban un mes largo de residencia en Madrid y vestían aún el luto del padre, que no les había dejado ni para comprarlo. Deudas, eso sí.
¿Cómo podía ser que un hombre sin vicios, tan trabajador, tan de su casa, legase ruina a los suyos? ¡Ah! El inteligente farmacéutico, establecido en una población, se había empeñado en pagar tributo a la ciencia.
No contento con montar una botica según los últimos adelantos, la surtió de medicamentos raros y costosos: quería que nada de lo reciente faltase allí; quería estar a la última palabra… «¡Qué sofoco si don Opropio, el médico, recetase alguna medicina de estas de ahora y no la encontrasen en mi establecimiento! ¡Y qué responsabilidad si, por no tener a mano el específico, el enfermo empeora o se muere!»
Y vino todo el formulario alemán y francés, todo, a la humilde botica lugareña… Y fue el desastre. Ni don Opropio recetó tales primores, ni los del pueblo los hubiesen comprado… Se diría que las enfermedades guardan estrecha relación con el ambiente, y que en los lugares solo se padecen males curables con friegas, flor de malva, sanguijuelas y bizmas. Habladle a un paleto de que se le ha «desmineralizado la sangre» o de que se le han «endurecido las arterias», y, sobre todo, proponedle el radio, más caro que el oro y la pedrería… No puede ser; hay enfermedades de primera y de tercera, padecimientos de ricos y de pobretes… Y el boticario se murió de la más vulgar ictericia, al verse arruinado, sin que le valiesen sus remedios novísimos, dejando en la miseria a una mujer y dos criaturas… La botica y los medicamentos apenas saldaron los créditos pendientes, y las náufragas, en parte humilladas por el desastre y en parte soliviantadas por ideas fantásticas, con el producto de la venta de su modesto ajuar casero, se trasladaron a la corte…
Los primeros días anduvieron embobadas. ¡Qué Madrid, qué magnificencia! ¡Qué grandeza, cuánto señorío! El dinero en Madrid debe de ser muy fácil de ganar… ¡Tanta tienda! ¡Tanto coche! ¡Tanto café! ¡Tanto teatro! ¡Tanto rumbo! Aquí nadie se morirá de hambre; aquí todo el mundo encontrará colocación… No será cuestión sino de abrir la boca y decir: «A esto he resuelto dedicarme, sépase… A ver, tanto quiero ganar…»
Ellas tenían su combinación muy bien arreglada, muy sencilla. La madre entraría en una casa formal, decente, de señores verdaderos, para ejercer las funciones de ama de llaves, propias de una persona seria y «de respeto»; porque, eso sí, todo antes que perder la dignidad de gente nacida en pañales limpios, de familia «distinguida», de médicos y farmacéuticos, que no son gañanes… La hija mayor se pondría también a servir, pero entendámonos; donde la trataran como corresponde a una señorita de educación, donde no corriese ningún peligro su honra, y donde hasta, si a mano viene, sus amas la mirasen como a una amiga y estuviesen con ella mano a mano… ¿Quién sabe? Si daba con buenas almas, sería una hija más… Regularmente no la pondrían a comer con los otros sirvientes… Comería aparte, en su mesita muy limpia… En cuanto a la hija menor, de diez años, ¡bah! Nada más natural; la meterían en uno de esos colegios gratuitos que hay, donde las educan muy bien y no cuestan a los padres un céntimo… ¡Ya lo creo! Todo esto lo traían discurrido desde el punto en que emprendieron el viaje a la corte…
Sintieron gran sorpresa al notar que las cosas no iban tan rodadas… No sólo no iban rodadas, sino que, ¡ay!, parecían embrollarse, embrollarse pícaramente… Al principio, dos o tres amigos del padre prometieron ocuparse, recomendar… Al recordarles el ofrecimiento, respondieron con moratorias, con vagas palabras alarmantes… «Es muy difícil… Es el demonio… No se encuentran casas a propósito… Lo de esos colegios anda muy buscado… No hay ni trabajo para fuera… Todo está malo… Madrid se ha puesto imposible…»
Aquellos amigos -aquellos conocidos indiferentes- tenían, naturalmente, sus asuntos, que les importaban sobre los ajenos… Y después, ¡vaya usted a colocar a tres hembras que quieren acomodo bueno, amos formales, piñones mondados! Dos lugareñas, que no han servido nunca… Muy honradas, sí…; pero con toda honradez, ¿qué?, vale más tener gracia, saber desenredarse…
Uno de los amigos preguntó a la mamá, al descuido:
-¿No sabe la niña alguna cancioncilla? ¿No baila? ¿No toca la guitarra?
Y como la madre se escandalizase, advirtió:
-No se asuste, doña María… A veces, en los pueblos, las muchachas aprenden de estas cosas… Los barberos son profesores. Conocí yo a uno…
Transcurrida otra semana, el mismo amigo -droguero por más señas- vino a ver a las dos ya atribuladas mujeres en su trasconejada casa de huéspedes, donde empezaban a atrasarse lamentablemente en el pago de la fementida cama y del cocido chirle… Y previos bastantes circunloquios, les dio la noticia de que había una colocación. Sí, lo que se dice una colocación para la muchacha.
-No crean ustedes que es de despreciar, al contrario… Muy buena… Muchas propinas. Tal vez un duro diario de propinas, o más… Si la niña se esmera…, más, de fijo. Únicamente…, no sé… si ustedes… Tal vez prefieren otra clase de servicio, ¿eh? Lo que ocurre es que ese otro… no se encuentra. En las casas dicen: «Queremos una chica ya fogueada. No nos gusta domar potros.» Y aquí puede foguearse. Puede…
-Y ¿qué colocación es esa? -preguntaron con igual afán madre e hija.
-Es…, es… frente a mi establecimiento… En la famosa cervecería. Un servicio que apenas es servicio… Todo lo que hacen mujeres. Allí vería yo a la niña con frecuencia, porque voy por las tardes a entretener un rato. Hay música, hay cante… Es precioso.
Las náufragas se miraron… Casi comprendían.
-Muchas gracias… Mi niña… no sirve para eso -protestó el burgués recato de la madre.
-No, no; cualquier cosa; pero eso, no -declaró a su vez la muchacha, encendida.
Se separaron. Era la hora deliciosa del anochecer. Llevaban los ojos como puños. Madrid les parecía -con su lujo, con su radiante alegría de primavera- un desierto cruel, una soledad donde las fieras rondan. Tropezarse con la florista animó por un instante el rostro enflaquecido de la joven lugareña.
-¡Mamá!, ¡rosas! -exclamó en un impulso infantil.
-¡Tuviéramos pan para tu hermanita! -sollozó casi la madre.
Y callaron… Agachando la cabeza, se recogieron a su mezquino hostal.
Una escena las aguardaba. La patrona no era lo que se dice una mujer sin entrañas: al principio había tenido paciencia. Se interesaba por las enlutadas, por la niña, dulce y cariñosa, que, siempre esperando el «colegio gratuito», no se desdeñaba de ayudar en la cocina fregando platos, rompiéndolos y cepillando la ropa de los huéspedes que pagaban al contado. Solo que todo tiene su límite, y tres bocas son muchas bocas para mantenidas, manténganse como se mantengan. Doña Marciala, la patrona, no era tampoco Rotchschild para seguir a ciegas los impulsos de su buen corazón. Al ver llegar a las lugareñas e instalarse ante la mesa, esperando el menguado cocido y la sopa de fideos, despachó a la fámula con un recado:
-Dice doña Marciala que hagan el favor de ir a su cuarto.
-¿Qué ocurre?
-No sé…
Ocurría que «aquello no podía continuar así»; que o daban, por lo menos, algo a cuenta, o valía más, «hijas mías», despejar… Ella, aquel día precisamente, tenía que pagar al panadero, al ultramarino. ¡No se había visto en mala sofocación por la mañana! Dos tíos brutos, unos animales, alzando la voz y escupiendo palabrotas en la antesala, amenazando embargar los muebles si no se les daba su dinero, poniéndola de tramposa que no había por dónde agarrarla a ella, doña Marciala Galcerán, una señora de toda la vida. «Hijas», era preciso hacerse cargo. El que vive de un trabajo diario no puede dar de comer a los demás; bastante hará si come él. Los tiempos están terribles. Y lo sentía mucho, lo sentía en el alma…; pero se había concluido. No se les podía adelantar más. Aquella noche, bueno, no se dijera, tendrían su cena…; pero al otro día, o pagar siquiera algo, o buscar otro hospedaje…
Hubo lágrimas, lamentos, un conato de síncope en la chica mayor… Las náufragas se veían navegando por las calles, sin techo, sin pan. El recurso fue llevar a la prendería los restos del pasado: reloj de oro del padre, unas alhajuelas de la madre. El importe a doña Marciala…, y aún quedaban debiendo.
-Hijas, bueno, algo es algo… Por quince días no las apuro… He pagado a esos zulúes… Pero vayan pensando en remediarse, porque si no… Qué quieren ustés, este Madrid está por las nubes…
Y echaron a trotar, a llamar a puertas cerradas, que no se abrieron, a leer anuncios, a ofrecerse hasta a las señoras que pasaban, preguntándoles en tono insinuante y humilde:
-¿No sabe usted una casa donde necesiten servicio? Pero servicio especial, una persona decente, que ha estado en buena posición…, para ama de llaves… o para acompañar señoritas…
Encogimiento de hombros, vagos murmurios, distraída petición de señas y hasta repulsas duras, secas, despreciativas… Las náufragas se miraron. La hija agachaba la cabeza. Un mismo pensamiento se ocultaba. Una complicidad, sordamente, las unía. Era visto que ser honrado, muy honrado, no vale de nada. Si su padre, Dios le tuviere en descanso, hubiera sido como otros…, no se verían ellas así, entre olas, hundiéndose hasta el cuello ya…
Una tarde pasaron por delante de la droguería. ¡Debía tener peto el droguero! ¡Quién como él!
-¿Por qué no entramos? -arriesgó la madre.
-Vamos a ver… Si nos vuelve a hablar de la colocación… -balbució la hija. Y, con un gesto doloroso, añadió:
-En todas partes se puede ser buena…
"Blanco y Negro", núm. 946, 1909