jueves, 12 de marzo de 2020

EL PAPELUCHO MORIBUNDO. - ✏️







EL PAPELUCHO MORIBUNDO


    El insignificante papelucho lucía lastimado, la tinta había sangrado, las punzadas lo habían atravesado.  La pluma con banderillas se había esmerado en restregar la semántica con jeroglíficos allí y más allá.  El raciocinio de un académico cascabeleaba con su anillo el mango de una espada. La platea se había quedado en silencio. De repente, los que vestían una toga, los privilegiados empezaron a murmurar, luego a gritar, pedían al rey su veredicto final.  Los diccionarios horrorizados, nunca habían visto tanto error tras error.  “¡A la hoguera, quémenlo!”  Vociferaban sin piedad. El papel deliraba, había luchado por ser el mejor, quería lucir su corona de tíldes con sobriedad.  ¡Vaya! Justo cuando había tropezado con dudas frustantes, fue pisoteado y pateado por adjetivos mutilados, condenándolo a ser un  ignorante abanderado.  

    He allí mi escrito, lo empecé sin esforzarme a pensar, no quería profundizar con ninguna verdad. Mi pluma estaba buscando fama y gloria, sin sudar.  Los aplausos nunca llegaron, una que otra frase de reconocimiento quizás.  Hasta que un día vi con asombro, la vergüenza que sentía mi papel.  ¡Qué bochornoso! Había correcciones a millar. Transcurrieron los días y no quise mirarlo. ¡Qué vergüenza! O quizás me invadía la decepción. Mis ideas ultrajadas en una huelga de quejidos pedían recuperar su honor.   Habían desmoronado mi perfección. 

     Una sinfonía impávida estaba junto a mí.  Un acuse rondaba mi intelecto, “sin talento, no puedes escribir”.  A la defensiva estaba mi ignorancia.  El pentagrama flameaba mi bandera de autenticidad.  Pude haber escrito una carta, un discurso, un poema mal hecho, un ensayo, un cuentito pero con música jamás.  ¡Qué es esto! Escribir con las notas musicales golpeando con   corcheas las paredes. Se arruinaría el deleite. Sería como escuchar los coros de las iglesias, abrir mi cuaderno y empezar a escribir. ¡Qué absurdo! Tendría una indigestión intelectual si escribiera con música. 

    Ser amante de la costumbre, tener atada mis muñecas, y escribir en silencio con mi batita de seda estaba impidiendo abortar mis ideas. Las mayúsculas se aturdían, no sabían por donde empezar. ¡Qué desdicha!  Junto a la ventana, un piano vestido de luto esperaba mi elocuencia.        “Comenzaré de una vez por todas, y escupiré con demencia”. ¡Qué acto tan detestable! Esputar al pentagrama.  Será que Lorca habrá hecho lo mismo durante un flamenco. Basta de secuestrar la ovación musical. Voy a entibiar la tinta.  

    Mi tinta es negra,  color del tizne de un papel quemado.  Mis letras son negras, color de la  mugre que dejan los inquilinos ocasionales de al lado.  Los intrusos se han marchado, mis escritos nunca mas serán mestruados.  El papelucho novato, lo he enterrado,  no tuvo misa, ni música, y el diario es el único que lo ha llorado.

    Las exequias han quedado atrás.  Aquel papelucho no tuvo un pomposo funeral.   Mas ahora está naciendo una excentricidad, una declaración que te va a estrangular.  No está escrita con tinta hirviendo pero sí te vas a escalofriar.  Al cementerio, los académicos están yendo al diario exhumar, lo quieren resucitar.  Arrepentidos están de degradar y victimizar. Todos quieren colgar en su muro que fueron discípulos del papelucho moribundo.  ¡Todo por aparentar!. Que éste les enseñó a escribir y a pensar con grandiosidad.

SANDRA SALGADO MENDOZA
Nueva York, 6 de diciembre de 2019






“Lo peor es cuando has terminado un capítulo

y la máquina de escribir no aplaude”.

Orson Welles










LA HEREDERA.- ✏️







LA HEREDERA


    Se sentaba por horas escribiendo en un cuaderno.  Hacía tachones y borrones.  Empezaba un párrafo y luego otro. Leía como murmurando entre los dientes.
    ¿Qué sería lo que escribía? ¿Acaso era un escritor?  Escribía para sí mismo; nunca compartía, ni comentaba las letras que reposaban en las líneas celestitas. Quizás serían palabras de tristeza, alegría o alguna decepción de amor.
    Nunca faltó el día en que él no llevase un librito en el bolsillo de su camisa.  Éste estaba subrayado con puntitos, vistos buenos, guiones y una serie de signos que solo él podía descifrar.
    Transcurrieron los años, y en una madrugada de verano irrumpió un ataque a su corazón.  La pluma cesó, el humo del cigarrillo se apagó y el cuaderno se cerró.
    La niña que por muchos años lo había estado observando, ya creció. Miren su mesita, está llena de cuadernos arrumados de penitas.  Están los lápices que heredó, que solo saben escribir palabras muy tristes pero con amor.
    El cenicero desbordado de cenizas y colillas sigue ahí. Lo acompaña un retrato de antaño, y una notita manuscrita en el reverso que dice así: “Tal palo tal astilla”. ‘He aquí esta estampa inmortal dedicada a mi querida hija.  Única heredera de mis lapices, mis libros y dueña absoluta de mis escritos’.
    Todos los poemas acuñados en esos cuadernos relatan la vida de su padre cuando la mamá de la niña aún no había perdido la memoria, y cuando él no había perdido su entusiasmo por vivir.
    En la mesa ya no hay versos, y en el cementerio hay una fosa abierta con flores de algún jardín, esperando que alguien recite el poema que la heredera escribió.


¡Entiérrenme viva! 
Coloquenme una corona de lápices
 en la tumba de mi funeral.

 Entiérrenme sin piedad 
cuando ya no recuerde 
donde está el cuaderno de papá.

SANDRA SALGADO MENDOZA
Nueva York, 10 de diciembre de 2019